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La Ladrona de Libros


La sencillez de Liesel, los insultos y entereza de Rosa, las aventuras de Rudy, la esperanza de Max, y la honestidad brutal de Hans. Después de una convivencia de 531 páginas resulta difícil pensar que en los siguientes días no los volveré a encontrar. Cuando terminas un libro que te ha captado tanto en tiempo como en emociones, se experimenta una sensación de pérdida, de nostalgia; en este caso una nostalgia muy concreta. Para que me entendáis mejor, debería empezar confesando (por si no se había notado) una cierta maravillosa dependencia que atesoro: La Belleza, una belleza que ha sido reflejada en este libro de un modo extraordinario. Saber que de algún modo la vas a encontrar al abrir las páginas, es un gran alivio emocional, despedirse de eso es difícil. Suzak ha sabido jugar una carta muy importante de la historia pasada que siempre vuelve, y la ha vuelto viva a través de la vida cotidiana, familiar, laboral y educativa. El escenario es siempre frío pero consigue trasmitir el calor de un pueblo en guerra que no renuncia al amor a pesar del rugido de tripas , o de la falta de abrigo. Suszak ha puesto al alcance de quien se sumerja en sus páginas una belleza sutil y casi olvidada: la belleza que esconde la bondad, la belleza que humaniza a quien ya no sabe quién es ni porqué seguir viviendo, la belleza que da la esperanza de seguir adelante a pesar de las bombas y el ruido; también esa que valora el derecho a la dignidad de cada ser humano, a pesar del miedo, y de las consecuencias de una lucha sana en un mundo de locos. Suzak expone claramente “el gozo absurdo”( diríamos hoy) de ser buenos y de ser justos. Cigarrillos, pintura, sopas de guisantes, trueques de cafeína y letras, y robos, muchos robos. Juegos de niños, grandes desesperaciones, pérdidas irreparables, y amistades inusuales empiezan, se transforman, y acaban como si de un gran juego de la oca se tratase. En Molching hace casi siempre frío, ese frío que produce el horror de una guerra, y la monstruosidad de quien se siente de decidir sobre la vida de los demás. Por suerte Suzak no te hace masticar sangre con las atrocidades cometidas, pues llegan de soslayo en este relato, y los personajes son los que te mantienen a una temperatura más que justa y acogedora. Eso sí, en la cotidianeidad de una guerra, todo es nervudo y ciertamente duro. Y a pesar de las bombas, la vida se desenvuelve entre una felicidad sin ruidos, casi transparente, y un sonido al vacío de unos refugios que Liesel llena con historias robadas. Sus - inconscientes- cómplices, de orejas agudas, sobreviven al tiempo muerto con la voz viva de La Ladrona de Libros y el pasar de las páginas. Y entonces me acuerdo de Seherezade, siempre me acuerdo de ella y de su supervivencia, no sólo por su vida sino por la que generaba en los demás. Y es que Liesel es, de algún modo, la Seherezade de Molching ((ATT: a continuación contiene spoiler)) y su amor y su odio por las palabras la salvará (aunque sólo en parte), de su narradora muerte. Inesperadamente (como si lo bueno tuviese el imperial derecho de seguir vivo por siempre) todo termina de un modo aplastantemente real, la muerte se llevará a cada uno de ellos, en distintos momentos de la historia. Aún así, nunca sentí que fuese justo, como nunca lo es, una cita con la muerte. Pasarán algunos días hasta que me acostumbre a no pasar por Hilmmestrasse. Y seguro que encontraré otras personas, u otras historias, que serán una fuente de inspiración para la belleza que nos vuelve más humanos. Mientras, me quedo con el sabor a ceniza entre los labios, y con que las palabras, punzantes, redondas, ordenadas, burbujeantes, y esperanzadoras, seguirán transformando el mundo.

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